Miguel Herráez | 20 de diciembre de 2020
Lo sobrenatural en Bécquer gravita en buena parte de sus ficciones. Es una situación numinosa que trasciende el plano de lo real y nos envía al inquietante abismo de lo fantasmático, donde se produce la conexión entre el mundo humano y el transfísico.
A Gustavo Adolfo Bécquer lo descubrí de refilón en mi adolescencia. En aquellos tiempos -lo confieso-, muchas veces prefería no ir a clase y refugiarme con un libro en alguna biblioteca pública o en alguna cafetería tranquila para leer y, simplemente, observar a la gente. Siempre me ha gustado observar a la gente. Luego supe por Maupassant que la observación es la exigencia inesquivable para ser un escritor, así se lo sugirió Flaubert al propio Maupassant. Hablo de los años de instituto, hablo de principios de los setenta, hablo del espeso tardofranquismo. Hablo, y lo hago sin rencor alguno, de los profesores malos de un mal instituto. Entonces fue cuando surgió Bécquer en mi vida. Lo hizo en una edición minúscula de la colección Crisol, de Aguilar (la tengo al lado mientras escribo esto). Es un librito que parece un misal, de papel finísimo, con un preliminar firmado por las misteriosas iniciales de F. S. L., y que yo llevaba siempre en el bolsillo de la trenka como si fuese un paquete de cigarrillos; fue él quien me acompañó a diario.
Lo primero que me atrajo de Bécquer, más allá de la señal cosmopolita que encendía ese apellido tan extravagante en España, fue su rostro, su aspecto, el perfil captado por su hermano Valeriano en el famoso retrato que abría la edición de la mencionada editorial. Las greñas románticas, la barba cortada al estilo Van Dyke, la mirada, y el saber que había muerto joven por tuberculosis (luego supe que de sífilis, en verdad, lo supe por biógrafos pero también por la rima LXXIX, según el índice de esta edición), sin haber logrado publicar un solo libro, aunque sí reportajes, leyendas y poemas en espacios periodísticos de Madrid. A partir de entonces yo quise ser como Bécquer, vivir como Bécquer y, por supuesto, morir a los 34, como Bécquer.
Bécquer es un escritor peculiar encasillado en la franja ambigua de narrador de leyendas. El ensayista francés Louis Vax expresa a este respecto que el relato fantástico, en el que se movería Bécquer, «procede menos del cuento que de la leyenda popular», en tanto que esta es soporte primigenio original del otro. En esta consideración, ampliándola en su poética, Bécquer además pasa por ser, y lo es, el más genuino representante del romanticismo intimista español, justamente cuando dicho movimiento ya ha sido superado en España y en el resto de Europa por los nuevos aires del realismo. Cuando él sugiere la existencia en clave de sensación, emoción y gesto, ya se ha impuesto con fuerza el ideario objetivista que nos conduce a Balzac, Tolstói, Alas o Dickens, y atrás quedan Larra, Pushkin, Leopardi o Hugo.
Para mí lo sobrenatural en Bécquer gravita en buena parte de sus ficciones (después de nombrar a Vax, uso ficción como palabra neutra y más facilona), no en todas con la misma potencia, pero en especial lo hace en la que es mi preferida y una de las más populares, El Monte de las Ánimas, relato que publicó con veinticinco años el 7 de noviembre de 1861 en El Contemporáneo -medio en el que el escritor sevillano ejercía de periodista- y que pertenece al grupo de los dieciséis títulos que dio a la prensa entre 1858 y 1865: una feliz irrupción en la propuesta espectral. Lo sobrenatural y lo espectral, como se intuye, como sabemos, se hallan en concomitancia.
Así, a mi entender, lo sobrenatural (y lo espectral) es una situación numinosa, siguiendo al erudito Rudolf Otto, que trasciende el plano de lo real, de lo empírico, de lo posible, y nos envía al inquietante abismo de lo fantasmático, allí donde se produce, en términos literarios, en índole feérica, la conexión entre el mundo humano y el transfísico. La realidad y su literaturización. Esto es, tomando la referencia de nuestra leyenda, los condes de Alcudiel y de Borges, con sus respectivos hijos, Alonso y Beatriz, que son los protagonistas de la historia, y todo lo que esconde: el choque entre caballeros templarios y los nobles castellanos por el uso cinegético de unas tierras sorianas, el pleito que provocó dicho suceso, la aterradora batalla que se cerró con el bosque (el Monte) repleto de cadáveres de ambas facciones, la clausura por decreto real del mismo y la reconstrucción ritual cada año, cada periódica noche de difuntos, de aquellos acontecimientos sangrientos. Añadamos a ello a Alonso, quien, por pedido de la destructora y caprichosa Beatriz, arquetipo de la mujer becqueriana, debe regresar al monte maldito y localizar la cinta azul que ella ha perdido en la cacería. Y luego su retorno hasta el lecho de Beatriz, ese lento avance medido, milimetrado por el narrador, con tañidos de campanas, lejanos ladridos, rumores, pisadas y roces de tela, ese crujir cada vez más próximo de «una cosa como de madera o hueso».
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejosEl Monte de las Ánimas, Bécquer
Esta leyenda, este relato, esta narración, este cuento, esta ficción, nos presenta un croquis y un desarrollo (la tercera parte, sencillamente, encomiable, donde la técnica del suspense supera la mera sorpresa como estrategia literaria) a la altura de otras representaciones europeas de lo fantástico. Lo tácito frente a lo expreso. La sugerencia dilatada frente al estupor inmediato. La intensidad contenida frente a la brusquedad. La literatura victoriana y eduardiana, en manos de enormes, sobre todo, escritoras (por aludir solo a cuatro, Margaret Oliphant, Vernon Lee, Catherine Crowe y Charlotte Ridell), si bien debemos constatar igualmente narradores (encabezados por Joseph Sheridan Le Fanu y E. F. Benson o M. R. James, este último, para mí, el mejor), pasada ya la barrera del gótico y su estructura decadente y barroca (en la línea de Horace Walpole o Ann Radcliffe o Matthew Lewis), podría haber integrado la propuesta becqueriana y en nada habría desentonado su inserción, habría sido uno más y no uno aislado. Al revés, esta ficción (cuento, narración, relato o leyenda) habría ensanchado dignamente la nómina referencial del género.